viernes, 19 de septiembre de 2014

a Michel Foucault


Llegué a Michael Foucault hace pocos años, cuando comencé a conocer los temas vinculados a la ideología y el discurso, junto a los textos de Bajtín, Van Dijk que me ubicaron en el discurso como proyección del mundo y la sociedad en el que participamos. La ideología y el discurso que de ella emerge son la herramienta ontológica del lenguaje y nuestro pensamiento para seguirse construyendo a sí mismo, somos criaturas que vienen de algún lugar y van hacia algún lugar, condiciona por ello mismo a las posibilidades de nuestra identidad y nuestro comportamiento, reconocer nuestro lugar en el mundo, tanto físico como ideológico nos permite actuar, sí, pero también nos permite reconocer hacia donde iremos y definir cómo lo haremos, somos después de todo una parte del discurso continuo de las existencias humanas.

Les mots et les choses (Las palabras y las cosas)
Foucault es casi literario al mostrar sus ideas sobre la ideología, sobre el ser humano y sobre la historia, se adentra en el sistema que conforma el pensamiento humano, ni espontáneo ni azaroso, sino resultado de condiciones específicas y conocidas. Su vida es ya profundamente interesante y da cuenta en primera mano de los temas a los que dedica su mente, exento de la casualidad es autoridad en temas de sexualidad, poder-control y locura, no solo está bien documentado sino bien constatado en ambos ámbitos. Decidí subir dos extractos que introducen dos de sus libros, los primeros que empecé a leer.
En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizá durante años, habré de pronunciar aquí, habría preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición.[...]Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuánto podía tener de singular, de temible, incluso quizá de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que hace los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como si quisiera distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas.El deseo dice: «No querría tener que entrar en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros respondieran a mi espera, y de la que brotaran las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso». Y la institución responde: «No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene».Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso en su realidad material de cosa pronunciada o escrita; inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece, inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris, poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tanto tiempo, ha reducido las asperezas.Pero ¿qué hay de tan peligroso en el hecho de que la gente hable y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?
[El orden del discurso, 1970]

Conversaciones
Como si platicaras directamente con él sobre los temas de sus libros, leer un texto suyo se acompaña de una buena cena o comida o desayuno, se acompaña de un buen sillón a media tarde con buena luz, o se puede en la pasividad de una noche relajada, se logra en el transporte público de camino a casa, con alguna bebida o un buen cigarro. Foucault es es mejor ejemplo de telepatía (como menciona Stephen King), es su voz a través del tiempo y el espacio contandonos todo lo que leyó en sus días como bibliotecario, con todos los pormenores sucios y polémicos, con todo el secretismo y sus ideas más controversiales. Guiñandote el ojo de vez en vez, sonriendote con coquetería, ¿cómo no sería así?, es Foucault.
Los dos textos que selecciono me han parecido adaptables para un monologo, son de alguna forma palabras dirigidas al lector (al público, después de todo) que invitan a reflexionar mientras al mismo tiempo se rie con él de la realidad. Son una charla con el lector, pero una de esas charlas que te retan a seguir definiendo, cuaestionando y creyendo, que pone en entredicho lo que pensamos sobre las propias palabras y los actos que acompañan nuestros pensamientos.
Se produce un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto manuable. Desde entonces, es arrastrado a un incesante juego de repeticiones; sus «dobles», a su alrededor y muy lejos de él, se ponen a pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único; circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar por él, que, según se cree, lo contienen casi por entero y en los cuales finalmente, le ocurre que encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan, otros discursos donde finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se había negado a decir, librarse de lo que ostentosamente simulaba ser. La reedición en otro momento, en otro lugar es también uno de tales dobles: ni completa simulación ni completa identidad.

Grande es la tentación, para quien escribe el libro, de imponer su ley a toda esa profusión de simulacros, de prescribirles una forma, de darles una identidad, de imponerles una marca que dé a todos cierto valor constante. «Yo soy el autor: mirad mi rostro o mi perfil; esto es a lo que deben parecerse todas esas figuras calcadas que van a circular con mi nombre; aquellas que se le aparten no valdrán nada; y es por su grado de parecido como podréis juzgar del valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, el equilibrio de todos esos dobles míos». Así se escribe el prólogo, primer acto por el cual empieza a establecerse la monarquía del autor, declaración de tiranía: mi intención debe ser vuestro precepto, plegaréis vuestra lectura, vuestros análisis, vuestras críticas, a lo que yo he querido hacer. Comprended bien mi modestia: cuando hablo de los límites de mi empresa, mi intención es reducir vuestra libertad; y si proclamo mi convicción de no haber estado a la altura de mi tarea, es porque no quiero dejaros el privilegio de oponer a mi libro el fantasma de otro, muy cercano a él, pero más bello. Yo soy el monarca de las cosas que he dicho y ejerzo sobre ellas un imperio eminente: el de mi intención y el del sentido que he deseado darles.
[Historia de la locura en la época clásica, 1961]



No hay comentarios:

Publicar un comentario