No lo empecé enseguida, como suele ocurrirme. Cuando lo termine les digo.
(Ciudad, del cap. 4)
Hace mucho tiempo, un excéntrico que consiguió el control sobre un barrio poco utilizado decidió dejárselo a los gatos. El lugar estaba sumido en el más completo desorden, todo desmoronado y lleno de cascotes y escombros. Obligó a marcharse de allí a la poca gente que aún quedaba, construyó un muro alrededor y luego se murió, con lo que dejó irrevocablemente claro en su testamento que, a partir de entonces, nadie más iba a vivir allí, excepto los gatos.
¡Jo, jo!, pensó todo el mundo, ¡menudo chiflado! Dejaremos las cosas como están durante un par de años, y luego nos instalaremos allí. Conque un barrio para los gatos, ¿eh? ¡Ja, ja!
Fue entonces cuando empezaron a llegar los gatos. Llegaron desde toda la Ciudad, al principio uno a uno y luego por manadas. Gatos que no tenían propietarios, o cuyos amos eran crueles, gatos que no eran atendidos adecuadamente, o que solo deseaban un cambio, gatos a cientos y luego gatos a miles y después gatos a cientos de miles, que se fueron instalando en el barrio.
Qué interesante, pensaron todos.
Al cabo de un tiempo, unas pocas personas decidieron visitar el barrio y descubrieron entonces dos cosas. Primero: si no amas a los gatos, no te dejarán entrar. Simplemente, no te lo permiten. Segundo: allí estaba sucediendo algo muy extraño. Los cascotes y los escombros habían desaparecido. Se habían limpiado los edificios. Se cortaba la hierba de los parques. Todo el barrio aparecía absoluta e inmaculadamente limpio.
Qué interesante, volvieron a pensar todos, aunque esta vez con una ligera incomodidad.
Las luces funcionan. Los sistemas de alcantarillado y lampistería funcionan. La gente que acude al barrio para visitar a sus gatos duerme en habitaciones limpias, como si el servicio de habitaciones acabara de terminar su trabajo apenas un momento antes. Cada manzana dispone de una pequeña tienda en una esquina, y en esa tienda se encuentran alimentos, siempre frescos. En el mostrador hay un gato sentado que te observa. Uno entra, elige lo que necesita y se marcha.
Nadie sabe cómo demonios se las arreglan para conseguirlo. En el barrio no viven humanos, absolutamente ninguno. Lo sé muy bien porque yo mismo he mirado. Solo un montón increíble de gatos. Algunos viven allí durante todo el año, y otros solo durante unos pocos meses. Persiguen cosas, se solazan al sol, duermen encima de cosas o debajo de cosas y, en general, se lo pasan fantásticamente bien. Y las luces funcionan. Y los sistemas de alcantarillado funcionan. Y todo está inmaculadamente limpio.
Bajé los escalones desde el portal del mono hacia la puerta principal. Es un enorme portalón de hierro que se abre misteriosamente a medida que uno se acerca, y luego se cierra silenciosamente una vez que has cruzado el umbral. A un lado está el Camino, una calle ancha empedrada que conduce hasta el corazón del barrio. El Camino cuenta con farolas de tipo antiguo, que difunden manchas de luz amarilla a lo largo de la calle.
El barrio Gato es un lugar perfectamente pacífico, particularmente por la noche, y yo no tenía ninguna prisa, mientras caminaba lentamente entre edificios altos y antiguos. A mí alrededor, todo estaba en silencio, tranquilo, como una foto fija pero viviente de un pasado desaparecido desde hacía tiempo. La calle se mantuvo desierta durante un rato y luego, en la distancia, observé un gato pálido que avanzaba con naturalidad hacia mí. Nos fuimos acercando más y más y cuando solo estábamos a unos pocos metros de distancia, el gato se sentó y luego rodó sobre sí mismo para que le rascara el estómago.
—Hola, Spangle —le dije, sentándome para acariciarlo mejor—, ¿Cómo sabías que estaba aquí? ¿Cómo es que siempre lo sabéis?
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